lunes, 7 de marzo de 2011

UN SUEÑO EN UN BUS URBANO


Era lunes y como todos los días, me disponía a retornar a casa después de la pesada jornada de trabajo. En la oficina el estrés domina el ambiente, como en toda actividad detrás de un escritorio, no importa si eres presidente, gerente o un asistente como yo. La rutina es algo inevitable tanto en el trabajo como fuera de él. Salí del moderno edificio, caminé unas cuantas cuadras, recorrí los mismos lugares, mirando las mismas vitrinas y ventanales y hasta a las mismas personas; saludé a unos cuantos porque a otros ni los he mirado, debido al cansancio que invadía mi cuerpo y mi mente ocupada aún con números, cuentas y sonidos estridentes de viejas máquinas de escribir, computadores, con la contaminación propia de la tecnología, bulliciosas impresoras, molestos timbres de teléfonos que suenan todo el día, preguntas, respuestas; en fin, el bla bla, el corre corre y para colmo el diminuto radio que parece perderse entre tanto vocerío.

Con saco y corbata, con otro nudo en la garganta, como si no bastara con el que tengo casi siempre por los sobresaltos de la vida, si hasta parece un anticipo a querer ponerme la soga al cuello.

Salí de un cubo de estrés para caer en el trajín de las ciudades a la hora pico, bulla por aquí, bocinas por allá, el runnnnnn de motocicletas y autos, insultos entre conductores, entre peatones y entre conductores y peatones, el interminable pi-pi-pi y el ir y venir de las personas en las aceras y en las calles.

No sé cuando empezó mi dolor de cabeza pero era ya intolerable y más aún cuando en la parada de buses, pasajeros que llenaríamos tres unidades, pretendíamos viajar en una; como es de imaginar, empujones, pisotones, y groserías no se hacían esperar, son tan comunes y te vienen mucho antes que los centavos del cambio. Lo importante era subirse para no tener que sufrir la angustiosa espera de otro bus que se retrasa porque a su conductor se le apeteció comerse unas papitas con cuero en el kiosco de su última parada. Yo, como diría mi abuela, vivo vivo, lo logré….aunque, a veces pienso que me subieron entre tanto apretujón.

La necesidad ha sido generosa conmigo y me ha provisto de una gran dosis de resignación para aguantar todo tipo de olores pero sobre todo me ha enseñado a escuchar y a no meterme en las conversaciones ajenas porque eso sí, el bus es la gran olla donde se cocinan todos los chismes y los que estamos cerca percibimos su aroma sin querer. Ya me había enterado que doña Michita le mandó sacando de la casa a don Pedro por borracho, que el segundo sábado de abril se casa la Pepa con el pelado Lucho, que en la novela de las cuatro están por descubrir quien asesinó a la madre del protagonista, que la libra de carne ha subido diez centavos, que le quieren armar un golpe de estado al presidente, bueno eso ya lo sabía, que las señoras del barrio están organizando una marcha para que el teniente político cierre definitivamente el Gato Negro, prostíbulo a donde se escabullen sus adolescentes hijos; en fin, me había puesto al corriente de todo en tan solo diez de los veinte minutos que hace el bus de Ibarra a San Antonio. Como el siguiente tema de conversación ya no me interesó demasiado, comencé a recorrer con la vista cada fila de asientos, esperaba que alguien se levantara para ser uno menos en aquella prensa humana y librarme de las miradas y las mañas de los amigos de lo ajeno…. -¡Por fin un asiento! ¿Lo tomo? no, mejor lo dejo para aquella señorita…..Vaya, otro asiento desocupado en la última banca ¿Estará por ahí otra señorita?- me pregunté, pero enseguida me di cuenta que era yo el único que no estaba sentado y con calma me puse cómodo. Entre tanto calor humano, el ambiente se había tornado pesado y la lucha para que no se me unieran los párpados fue en vano.

De pronto, una película se proyectaba ante mis ojos: Una ciudad pequeña, casas bajas muy blancas y de viejos techos rojizos se levantaban en sus calles empedradas; sus amplias aceras encuadraban, con perfección milimétrica, a las pocas manzanas como en un tablero de ajedrez; estaba viendo a Ibarra, regresando unos veinte o treinta años en el tiempo, pequeña pero hermosa, rodeada de verdor y olor a campo, flanqueada por encantadores paisajes.

San Antonio era mi destino, regresaba siempre muy ansioso, al caer la tarde, a esa tierra artista para acomodarme en mi cama tallada por uno de mis hábiles vecinos. Arboles coposos, pasto, flores silvestres de mil colores, maizales y un amplio cielo azul con aire puro, lo sumergían a uno en el más placentero viaje de turismo.

Un bache en el camino me despertó y pude darme cuenta que el estrés y el dolor de cabeza habían desaparecido y me sentía como nuevo pero me di cuenta también que, a parte de que me había pasado casi medio kilometro de mi casa, todo fue un sueño, un maravilloso sueño, porque al mirar por la ventana, en los costados de la gris carretera donde otrora, bajo los sauces, aguacates, nogales, pinos y eucaliptos, pacían desentendidas vacas, cabras y hasta llamas, estaban grandes edificaciones, columnas de hierro, caminos asfaltados o adoquinados, cemento, ladrillos y concreto, materiales inertes con los que se sepulta para siempre la tierra fértil, la esperanza y la vida.

Al llegar a casa, yo que nunca las miraba, comencé a cuidar las pocas plantas que en los tiestos claman por sobrevivir, ahora tengo muchas de ellas, es más verde mi espacio, me he dado un segundo tiempo para alegrar mi vida, para respirar y he aprendido que el dinero tiene mucho valor y que la naturaleza vale más que todo el dinero del mundo.

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